La noche se tensa antes del albor. Juan, expectante, observa cómo las primeras luces de Cuigresus rasgan la oscuridad, como si la ciudad misma despertara sobre el gigante dormido: el volcán Citlaltépetl.
«Vaya ciudad», piensa, «utilizando la energía del magma, vaya ironía». Esboza una leve sonrisa en su rostro enervado. Toma un cigarrillo de cannabis entre los dedos y da unas bocanadas profusas. Espera aplacar el caos de sus pensamientos sin dejar de mirar con recelo la gran urbe a lo lejos. Coge su vaso con un poco de mezcal y sonríe: «en algún momento se pensó que el agave ya no existiría después de aquel incidente biológico». Murmurando eso, contempla el vaso unos instantes, ese cristal translúcido amarillo en forma de cráneo, hasta que sus divagaciones son interrumpidas de golpe por los gritos y los estruendos como relámpagos que hacen las armas por las calles de la zona gris. Lo sabe: esto es el germen de una revuelta. El valor que comienza a brotar y la sangre derramada que teñirá el suelo. Es la lucha contra la opresión de los poderosos, que miran con desdén a la escoria que consideran sus esclavos.
Juan contrasta cómo la zona gris, olvidada de todo rito celestial e incluso de toda decencia social, sólo es habitada por los marginados, un gueto para los de su clase, un páramo desolado compuesto por laberínticos edificios en ruinas donde las personas son esclavas virtuales y conviven entre cucarachas y ratas. Los menos afortunados, sin trabajo, deben sobrevivir en las calles donde son cazados por bandas de malhechores llenos de implantes cibernéticos. Antes de estas circunstancias, sobrevivían recolectando y cazando lo que podían. Algunos trabajaron en la gran metrópoli como él, desechados para que aquella ciudad sólo estuviera habitada por ciudadanos ejemplares.
Los poderosos de Cuigresus volvían a necesitar de un beneficio de obreros leales sin mezclarse entre ellos y crearon TecnoCuetzalan, una ciudad virtual. Proveyeron de terminales neurológicas a los escogidos: una prisión espiritual diseñada para que las personas sigan generando dinero que beneficia sólo a la gente opulenta, todo a cambio de migajas.
Lágrimas brotan de los ojos de Juan cuando su cabeza trae el recuerdo de Ramona: la razón por la que esta noche él sigue mirando por la ventana esa ciudad erguida por muros de acero, luces neón y rascacielos de metal que danzan entre el sol y la luna. Juan frunce el ceño, atento a la lejanía oscura, aguarda paciente a que algo suceda y sacuda el tiempo atrás y que el presente destape un nuevo futuro lleno de la furia de los cambios. Los recuerdos lo torturan y lo someten a la culpa. TecnoCuetzalan ya no sólo era una mina para esos depravados opulentos. El hastío desde épocas inmemoriales resalta la crueldad podrida de la naturaleza humana. Para saciar esa gula, los poderosos crearon los coliseos y la promesa de que quien saliera victorioso podría tener un lugar en Cuigresus. Ése fue el anzuelo para que Ramona participara en un grupo de peleas callejeras con nuevas terminales neurológicas, donde se destruiría su cerebro, finiquitando su vida. Juan pertenecía a la seguridad virtual, reclutado por su habilidad sobresaliente como programador antes de lo excluyeran de la metrópoli, ya que él mismo hizo parte del código de TecnoCuetzalan. Él era respetado ante los demás hackers, la competencia entre los poderosos requería de salvaguardar secretos y averiguar los de otros, y ese incidente que parecía minúsculo para ellos, fue la oportunidad para unos pocos que deseaban iniciar algo que desatara una herida para quienes los menospreciaban. Así fue como un puñado de hackers le mostraron los motivos reales de la primera muerte en las peleas virtuales: la de Ramona. Un evento arreglado para hacer más llamativo la sed para los apostadores. Con el dolor y ese anhelo de desagravio, obtuvo el incentivo perfecto para ayudar a sabotear el sistema desde dentro.
Las armas siguen resonando con vehemencia y sus reflexiones se vuelven a quebrantar. Juan mira el reloj: «las personas se levantan, es el comienzo”. Mira la hora y conmemora una vez más a Ramona. A lo lejos, divisa una explosión en la torre más alta de la metrópoli, el fuego llega como un sentimiento de redención. Los recuerdos lo siguen invadiendo, el grupo de hackers se revela como una metáfora de revolución, la cuál ayudó a llevar a cabo.
Las voces iracundas no finalizan y tras su puerta se escuchan golpes: Juan sabe que lo han descubierto, pero el daño está hecho. Los hackers, gracias a él, lograron sabotear uno de los reactores, pronto verá arder el acero y las luces extinguirse. La oscuridad de la noche se levanta ante la ventana mientras las llamas consumen los pilares de la opresión.
Una conversación consigo mismo emerge en su mente. Reconoce que la muerte de otros no revivirá a Ramona y que el inicio de la revolución no le importa en el fondo. Su forma egoísta de venganza propició esos cambios abruptos. Se interrumpe un momento y presta atención al horizonte. La ciudad se incinera, un infierno purificador que devora los cimientos del antiguo absolutismo. Se debate entre la justicia y el egoísmo, entre la redención y la condena. ¿Qué significa haber desencadenado esta revolución?
Con un último suspiro de determinación se levanta un paisaje incierto lleno de promesas y peligros. Mientras las llamas iluminan su rostro, la puerta que lo resguarda estalla en mil pedazos y Juan se adentra en la noche, enfrentando un destino incierto en un mundo en el que la línea entre la luz y la oscuridad se desvanece en las sombras de un volcán despierto.
Abraham Campos Nava ha participado en antologías físicas, como digitales, así mismo como en diferentes revistas. Donde pueden encontrar sus cuentos y poemas.