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Amado reconstruido

Miguel Á. Ríos

Toqué en el marco de la puerta un par de veces. Toc, toc. Mi hijo no contestó. Estaba acostado sobre la cama destendida. Shorts rojos y viejos, manchas de grasa en la sudadera y barba de dos semanas. Sus manos y dedos se agitaban frente a sus ojos nublados, inmersos en algún juego. Ropa y envolturas de comida insalubre en el piso, una bicicleta empolvada. El traje azul colgaba inútil en el clóset.

Su depresión empeoró cuando le dio por leer a Marcuse, a Foucault, a Fisher: charlatanes peligrosos, locos elocuentes, suicidas. Marx y Rousseau acechaban entre el desorden del escritorio. Estaba orgulloso de él porque pocos jóvenes de su edad se ocupan de los libros, pero esas ideas cancerígenas le estaban carcomiendo el ánimo.

—¿Quieres ver el informe?—pregunté.

Se llevó el dedo anular a la frente y lo movió hacia abajo para cerrar su juego. Se sentó sobre la cama y miró el documento en mi mano con dureza.

—No necesitabas imprimirlo—dijo.

Me encogí de hombros. La cobertura arbórea tenía décadas recuperándose, pero una vez que te parasita, la depresión te obliga a alimentarla de datos sombríos, a enfocarte en la tasa de desempleo de 35 por ciento e ignorar el otro 65.

Dynamech, la empresa donde trabajo, está buscando aplicaciones para un escáner de macromoléculas orgánicas desarrollado en Nigeria. Una vez establecido un patrón, el dispositivo es capaz de identificar moléculas con el mismo patrón en el polvo de las ciudades; los gobiernos nacionales se relamen los dedos ante las posibilidades de esa tecnología para el control poblacional.

Pero sería absurdo pensar que el sistema se limita a controlar ciudadanos. Resulta que el ADN es tremendamente longevo: el escáner puede detectar microfósiles de siglos de antigüedad. Se me ocurrió que los técnicos podían probar este concepto rastreando los pasos de uno de mis antepasados. La reliquia más antigua de mi familia es un pañuelo de algodón que encontramos en un cofrecito arrumbado entre las posesiones de mi tatarabuelo, de quien se conserva además una fotografía en el festival de Avándaro, al que asistió en su vejez.

El rastro genético revelado por el pañuelo sirvió para mostrarle dónde buscar al equipo de nerds encargados del experimento, encabezados por un historiador; los pormenores se reconstruyeron a partir de cartas, registros, periódicos y otras fuentes documentales que abarcan desde antes del nacimiento de mi antepasado hasta décadas después de su muerte.

Puse el informe sobre la mesita de noche, junto al cenicero donde mi hijo apaga sus cigarros de marihuana. Yo no necesitaba leerlo: mis implantes retinales habían absorbido los datos minutos antes a partir de un video fractal generado a partir del documento. Del video me quedaba un cosquilleo cognitivo en decrescendo, casi subliminal: las conexiones neurales que representaban la biografía de Amado Telésforo Ocegueda Luna, indio nahua del Valle de Atlixco, terminaban de asentarse en algún lugar de mi corteza. Me recosté en un sillón para pensar en mi antepasado y dejar que las nuevas conexiones reverberaran en el resto de mi cerebro.

***

Amado tejió el pañuelo en un telar manual un día lluvioso de noviembre de 1880. Tenía veinte años. La fina hilaza del 36 de que estaba hecho el pañuelo había sido fabricada en Inglaterra con materia prima cosechada por esclavos negros del Mississippi, pero los tintes, una novedad en esos días, eran nacionales. Esperaba entregárselo en persona a Porfirio Díaz, quien iba a pasar por la capital del estado. Los únicos a quienes recibió el héroe de la Intervención fue a los dueños de las fábricas de manta que estaban reduciendo a la miseria al pueblo de artesanos textiles de donde era Amado. Opuesto a la idea de morir de hambre, emigró con su familia y su español rudimentario a la ciudad de Tehuacán, donde se empleó en una de las fábricas. Unos años después le habían ascendido a técnico de mantenimiento. Uno de sus hijos se hizo ingeniero; Amado y él lograron montar una fábrica de manta en 1910 y una más en 1914, pero perdieron ambas a comienzos de la década de 1930. Amado murió en 1935, en el ranchito de Atlixco donde nació.

Cuando perdieron las fábricas, el segundo Amado se reinventó como traductor técnico. El tercer Amado fue viajero y trovador; murió en la pobreza, aunque parecía contento en la foto de Avándaro. El cuarto fue obrero automotriz, perdió el trabajo en 1960, abrió un taller mecánico y se aficionó de más a la bebida. El quinto fue empleado bancario hasta que las computadoras lo hicieron obsoleto en 1986; a mediados de los noventas trabajaba como programador. El sexto Amado, mi padre, fue ambientalista y holgazán; trabajaba unos meses cada tres años, cuando organizaba un festival de cine.

Yo también sé identificar patrones: unos se adaptan, otros se hunden o evaden la responsabilidad. Mi carrera diseñando modelos climáticos naufragó cuando los sistemas de inteligencia artificial me volvieron irrelevante. En Dynamech empecé de recepcionista, me obligué a aprender todo sobre la empresa y con el tiempo encontré un nicho en el departamento de investigación y desarrollo.

—¿Amado?—pregunté cuando me despertó un ruido de pasos entrando a la sala.

Doblé las piernas para que pudiera sentarse, pero se quedó de pie. Levantó el informe que traía en la mano y asintió con una sonrisita. Se había arreglado la barba y llevaba puesto el traje azul.

Miguel Á. Ríos es escritor, traductor y editor. Vive en San Juan del Río, Querétaro, con dos hijos latosos y dos perros feroces. Está iniciando una religión cuyo libro sagrado es Hacedor de estrellas.