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El milagro de Santa Teresa

Marina Gavito

En una de las celdas más amplias del convento, ubicado en el otrora hermoso y vibrante corazón del centro de la capital Poblana, había una figura femenina rezando para tratar de tapar todo el ruido que se colaba de la calle exterior. La Santa vestía como una monja carmelita, sus oraciones se escuchaban visiblemente angustiadas. Parecía que la intención principal no era estar en gracia de Dios, sino calmar su inquietud. Su cuerpo en exterior era humano, pero debajo de la cálida piel había un esqueleto de androide y un cerebro con neuronas artificiales que contenían un alma.

Alguien tocó la puerta de la celda y la asustó, dejaron una nota: “Le pedimos que se presente hoy a las ocho de la noche para una reunión especial”. 

La Santa suspiró, sabía que esa reunión era un encuentro con alguna familia rica que pedía un milagro por parte de ella. Al fin ella era Santa Teresa, la que había revivido a su sobrino hacía cientos de años atrás, aunque ahora era una atracción para los ricos que buscaban la cura para el cáncer, sanar de enfermedades genéticas o revivir juniors adictos. Los milagros cumplidos se habían vuelto la sensación entre la clase alta capaz de pagarlos y un secreto a voces entre los más pobres. La Iglesia católica había logrado recuperar parte de su influencia política tras dedicarse a vender milagros en todo el mundo. 

Mientras avanzaba recordaba con claridad cuando abrió los ojos y un grupo de hombres la rodeaba todos iban vestidos con ropas azules y con la cara cubierta. Le habían explicado que había reencarnado, le preguntaron si sabía quién era, como se mostró insegura, los galenos creyéndola confundida le dieron una amplia explicación. La Santa se limitó a asentir.

Ella era la primera figura santa que había revivido la Iglesia católica en todo el continente americano con ayuda de innovadora tecnología para recuperar el ADN, apoyados con la tecnología robótica más avanzada.  Su cuerpo tenía órganos clonados.  Además, dentro poseía un mecanismo que contenía su alma. Después de muchos años de investigación los científicos habían encontrado la forma de replicar no solo los cuerpos si no también tenían un método para obtener almas y junto con ellas la santidad que contenían.

Hacer llegar almas es complejo, pero con ayuda de técnicas que mezclaban la computación y la mística espiritual lo habían logrado. Décadas atrás el avance de la robótica y los cerebros artificiales se había frenado, porque en cuanto parecían alcanzar un momento de lucidez y consciencia las máquinas simplemente dejaban de funcionar.

Tardaron más de veinte años en descubrir que sin alma las máquinas no podrán progresar. Fue por eso que los científicos habían desarrollado la tecnología para extraer y contener almas. Usaban un algoritmo que amplificaba el proceso de la invocación con ayuda de supercomputadoras que logran emular por miles de millones los rezos de los fieles. El alma entonces descendía de nuevo a la tierra, era retenida en la “nube”, un espacio virtual donde se almacenaba hasta su uso. Posteriormente se trasladaba a un condensador que alimentaba al cuerpo artificial.

A las ocho, la Santa ingresó en la elegante habitación donde ya la esperaba una pareja con su hijo en brazos. El obispo, acompañado de otros sacerdotes, le dio la bienvenida y se inclinó ante ella. La Santa sólo inclinó la cabeza y se dirigió a la familia. Se colocó al centro de la sala como lo había hecho cientos de veces durante un año, pero a diferencia de las otras ocasiones, ese día se sentía como un infante que planea una broma a su mejor amigo. Quería divertirse.

El niño era delgado y de piel transparente, le dijeron que tenía leucemia. La Santa, sin entender mucho, procedió a orar. Tras unos minutos la piel del infante recuperó su color, se puso de pie y la madre, como era de esperarse, lloró de alegría. 

Entre besos y abrazos la familia no cabía de la emoción hasta que el niño se alejó de los padres y comenzó a llorar. La madre desconcertada se acercó y el infante comenzó a morderla, el padre horrorizado intentó separarlos, pero sin mucho éxito, el niño gozaba de una fuerza brutal y arrojó al hombre un par de metros quien se golpeó la cabeza y quedó tirado en el suelo.

Santa Teresa observó toda la escena riendo a carcajadas y aplaudiendo como si de un espectáculo se tratara, disfrutó cada segundo en que la madre lloraba por ayuda mientras se desangraba hasta morir. Luego disfrutó con malicia ver cómo el niño atacaba a su padre que yacía falto de consciencia en el suelo. 

Los sacerdotes que acompañaban al obispo estaban paralizados, mientras que su eminencia se sentía preocupado porque ahora debería de regresar el dinero. La Santa volteó a verlo y como si entendiera su pensamiento habló:

Lamento haberle arruinado el negocio padrecitoSoltó con un tono irónico. 

La iglesia y sus médicos no habían traído a una Santa con su altísima tecnología. Algo en las matemáticas había fallado. Era un demonio.

Marina Gavito. Xalapa, Ver. 1990 Investigadora y entusiasta de la ciencia ficción mexicana, egresada de la carrera de lingüística y literatura hispánica.