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El hecho de que dieras con este folleto no fue una casualidad. Estamos a unos días de que el gobernador vitalicio de Puebla inaugure la remodelación de la Catedral, añadiéndole un tercer piso al que hace 60 años sólo fuera un recinto religioso. A la iglesia en la planta baja, la zona de restaurantes en el primer piso y la plaza comercial en el segundo, se suma el CIS (Centro Integral de Seguridad). Si eres perspicaz, no hará falta explicar lo que esconde el eufemismo: una base de inteligencia sufragada por poder político y religioso para vigilar a los habitantes del estado. Eso, por supuesto, incluye las licencias culinarias, que debe ser la razón por la que sigues leyendo.
Sobra repetírtelo, pero la caída de la Ciudad de México potenció el desarrollo tecnológico de Puebla. Una decena de países, como la recién independizada República de California, encontraron aquí un oasis para sus negocios, abandonando la desecada y gentrificada capital mexica. Si los Nortes y Orientes de las calles de nuestros abuelos desbordaban brío entre cemitas y chalupas, ahora los Norths y Wests de los expats dominan el panorama. Los nuevos pasajes están llenos de pantallas, marquesinas animadas y voces artificiales anunciando todo tipo de productos típicos con un supuesto twist de modernidad. Buena suerte intentando hablar náhuatl o chipileño, cuando no un español sin anglicismos.
No te culpo si por ser joven no lo recuerdas, pero el cambio más grande que vivimos en el estado fue la declaración de que “para mantener la integridad y fidelidad del patrimonio gastronómico de Puebla”, sería necesario tramitar una licencia digital para guisar comida poblana. Las penas por no hacerlo iban desde multas hasta el encarcelamiento por traición cultural.
El resto ya lo sabes. Sin esta licencia activa y de renovación obligatoria cada seis meses, las cocinas inteligentes de la ciudad se apagan cuando detectan un intento no autorizado de preparar platillos como mole, pipián, chiles en nogada, churros o rajas poblanas. Cocinar de otra manera, seguro lo has visto, es imposible tras la prohibición de facto de las estufas de combustión, pues prácticamente nadie puede pagar las cantidades ingentes de dinero que se piden en bonos de carbono para utilizarlas. Así, encender una fogata se volvió un sinónimo de cárcel, pero también de rechazo a las nuevas normas. En las pantallas del ayuntamiento puedes ver la parodia de justificación que nos vendieron: “No podemos permitir que se repita el desastre ambiental de la Ciudad de México”.
Con estas reformas, sólo la gente rica puede disfrutar de nuestras tradiciones culinarias. En cambio, ciudadanos como tú o yo tenemos que conformarnos con comida de libre uso: huevos revueltos con jamón es una de ellas. Nuestras alternativas a comprar licencias no son mejores: pagar una suscripción mensual para acceder al recetario poblano o someternos a varias horas de publicidad a cambio de preparar, por ejemplo, un cuarto de kilo de mole. Estas limosnas disfrazadas de dádivas de las empresas tecnológicas son las que más rabia causan. ¿Qué pasa si alguien no acata esto? Desde el flagrante nuevo Centro Integral de Seguridad te emiten una orden de restricción y arresto.
Por años, la gente más desdichada ha tenido que vivir en la monotonía alimenticia a diario; da lo mismo que cambien el orden de sus ingredientes para llegar a un platillo distinto si éste tiene licencia. Es evidente el despojo de nuestras tradiciones: bajo el pretexto de la “conservación” de un patrimonio intangible; pero es todavía más evidente que este se le vendió al postor con más dinero. No fue extraño que, apenas unos meses después del nacimiento de estas licencias, explotara un movimiento de resistencia dedicado a la piratería y el hackeo de recetas de cocina, utensilios inteligentes y gestores de derechos digitales para ponerlos al alcance de cualquiera. Nosotros somos parte de él.
No tenemos claro quién comenzó todo. Entre rumores se dice que fue una joven quien, primero, encontró la manera hacer pasar chalupas por tacos de frijoles ante la desesperación que le produjo seguir comiendo lo mismo día tras día. Otros señalan a un hombre de edad avanzada, fanático de la conservación de películas, música y videojuegos, quien vio en estas imposiciones culinarias la repetición de un añeja guerra por el derecho a poseer cosas y no solo a rentarlas. En todo caso, nos hemos asegurado de esparcir, cual secreto a voces, el aroma dulzón de nuestros moles pirateados cuya esencia es ahora más auténtica de lo que cualquier licencia se pueda achacar.
Quiero advertirte que nada de esto le gustó a la gente del tercer piso de la Catedral, quienes han tomado como un insulto que día tras días los hackers poblanos, ahora contados por decenas, vulneraran sistemas de protección de derechos de autor, instalaran software de código abierto en sus electrodomésticos o piratearan platillos de cocina. En vano los hemos visto endurecer sus programas de vigilancia y propaganda porque hace mucho que los rebasamos por la derecha. Cuando ellos desarticulan uno de nuestros grupos, en los medios se anuncia la creación de dos células más con gente que, como tú, quieren abatir estas cadenas de falso progreso.
Ninguna revolución estará completa hasta que la última persona interesada en ella se una y el hecho de que encontraras esta hoja es testimonio de tu compromiso. Así como la comida mexicana guarda sus secretos más allá de la receta, también estas líneas esconden cómo encontrarnos. Solo tienes que volver al inicio y contar en lugar de leer. Estaremos esperando.
*Este cuento tiene un mensaje oculto que puedes descifrar.
Ricardo M. Bonilla es un joven escritor amateur que recientemente se incorporó al Gran Colisionador de Textos Especulativos en la espera de mejorar sus habilidades de escritura y ampliar su trayectoria en la ciencia ficción. Le encanta estudiar idiomas y tiene la racha más larga de Duolingo de México. Tiene dos pequeñas microficciones publicadas.