Adela corría por el centro histórico de Puebla y los enfermeros iban tras ella tratando de alcanzarla. La gente se apartaba entre luces de neón y los arcos de medio punto de los pasillos de restaurantes que rodeaban la Catedral. Atravesó la calle y saltó entre las bancas del siglo XIX mientras los mensajes holográficos flotaban como líneas de colores en el aire, para luego materializarse en formas humanas frente a sus destinatarios. La muchedumbre de la plaza se conmocionó al verla con la bata del manicomio. Corría a toda velocidad tratando de evitar ser convertida en un mero entretenimiento, un acto desesperado para proteger sus recuerdos y personalidad. Entró en la calle que estaba junto a la Biblioteca Palafoxiana a la par que un enorme holograma de un restaurante de sushi surgía de los suelos y se elevaba en forma de un colosal panda que saludaba a los transeúntes. Trató de despistarlos doblando a la derecha. Un androide chino de publicidad le ofreció un panfleto. Ya no sabía cuánto tiempo llevaba sin parar.
En México, las conciencias digitales habían surgido hacía tan sólo tres años. Se importaron máquinas de otros países y, en un principio, se instauraron locales de gaming donde los usuarios jugaban en la realidad virtual. La aceptación fue tal que las empresas vieron multiplicadas sus ganancias con el interés de los usuarios por las vidas de algunos jugadores en la otra realidad. Conciencias verosímiles, personajes reales, que actuaban ante una serie de estímulos nunca vistos, proporcionados por la máquina, para conformar historias entrañables. La industria comenzó a introducir publicidad dentro del mundo digital. Pero los jugadores sólo estaban en el ciber-mundo unas horas ¿qué pasaría si hubiera conciencias digitales que pudieran continuar a lo largo de todo el día? Disponibles siempre para los consumidores. Algunos empezaron a desaparecer en los hospitales públicos.
Se detuvo justo frente a la farmacia. Ya no podía más. Miró al frente, en una calle que se extendía recta entre balcones modelados con influencias españolas y de la Colonia. Otro androide se acercó y le ofreció un flyer con las promociones de medicinas. Se activó una música pop de festejo cuando tomó la publicidad. Todo parecía tan real. El olor de la panadería artesanal que se encontraba cruzando la calle llegaba hasta ella. Era una panadería antigua y, si entrara en ese instante y probara alguno de aquellos panes podría saborear su corteza, sentir en la boca cómo se trozaba la masa y lo esponjoso de su textura. Era perfecto, quizá demasiado perfecto.
Aún tenía recuerdos de otra vida. Miró a su espalda, vio a los enfermeros entrar en la calle apartando a la gente, gritando. “No hay pruebas”, pensó. Iba a entregarse, ellos la miraban como perros tras una liebre. Eran cuatro, corrían hacia ella. “No hay pruebas”, repitió. Fijó la vista y, en medio de todo el ruido visual, lo notó: un píxel negro flotando en la pantalla. Un bug que nadie había visto. No tendría ni un centímetro de alto, pero ahí estaba frente a todos: un cuadro azabache.
Trató de volver a correr. Una mano se aferró a su hombro, otra la tomó por la cintura. Su cuerpo colapsó hacia atrás y se pegó en la cabeza. La gente se apartó hacia los lados. El rumor se escuchaba entre las personas. Era un ruido blanco, como un televisor antiguo descompuesto. Un ruido de estática. Sentía el piso de piedra helado bajo su cuerpo semidesnudo. Uno de los hombres gritaba que se apartaran. Miró el cielo, pensó en aquellos que veían su historia. Seguro aumentaría el rating. Comenzaron a proyectarse logros de compañías sobre los balcones españoles del centro histórico. Vendían ropa, autos, joyas, comida rápida, tecnología. Una voz comenzó a promocionar calmantes para el estrés. Otra hablaba de ampliaciones para videojuegos de acción.
Pensó en la vida que había llevado antes de ese mundo. Recordó el campo, sentir la tierra. Las montañas a lo lejos que se expandían en una vista sin interrupciones. Un cielo liso y azul. Se preguntó si en ese mundo había cielos así. No importaba, la habían atrapado. Era necesario resetear lo que estaba fallando. Volvería a la clínica, le crearían una vida y ella viviría como un personaje, pensando que ese mundo era real.
Cris K.Tonic, nombre artístico de Gabriela Andrade Lucero, es originaria de la Ciudad de México. Estudió la carrera de Estudios latinoamericanos (UNAM) y ha impartido cursos de narrativa desde el 2021 para instituciones como el Fondo de Cultura Económica y el CCH-Naucalpan. Ha publicado con editoriales como Crisálida Ediciones, el Colectivo de Poetas Hispanos y la Editorial Voz de Tinta. Asimismo, obtuvo una «Mención de honor» en el 79 Concurso Internacional de Poesía y Narrativa «Camino de palabras» (2023), realizado en Argentina. Como artista, sus principales influencias son Ted Chiang, Jorge Luis Borges y Philip K. Dick.