Vieron por última vez a don Gregorio García en la fiesta de los Santos Reyes el pasado seis de enero. Esa misma noche, su cuerpo apareció afuera de la iglesia. Muchos estuvieron expectantes sobre el fatídico suceso. García era muy querido por el pueblo, formaba parte del Movimiento Metropolitano y se había postulado para alcalde de Izúcar de Matamoros. Siempre llevaba puesto un escapulario del Santo Niño de Atocha, pero no lo encontraron en su cuerpo aquel día.
Hubo hombres y mujeres lo siguieron como si se tratara de un santo. Incluso se organizaron de manera voluntaria para apoyar su candidatura. Las personas le regalaban comida y bebida, ropa, flores, se despojaban de lo que a ellos les hacía falta para que su adorado Gregorio fuera a saludarles a sus casas.
Al funeral asistió casi el pueblo entero; sólo faltó Julián Martínez y su familia. Martínez era opositor a García. Mientras que Julián no careció de buena educación ni de otras comodidades, Gregorio provenía de campesinos guerrerenses que migraron a la ciudad con la ilusión de alcanzar una mejor vida. Cuando Gregorio se recibió de Derecho, sus padres hicieron una gran celebración. Por primera vez, el pueblo conocería a un hombre preocupado por su gente, aunque la tragedia acabaría con ese sueño.
El caso del crimen fue asignado a Emilia Ruiz, una joven abogada con especialidad en medicina forense. La enviaron a la oficina en Los Reyes y allí conoció a Juan Ávila, su compañero de trabajo, quien parecía no tomarse en serio el caso. Discutieron durante semanas acerca de quién sería el presunto homicida de Gregorio. Juan solía llegar tarde a la oficina. Empezaron de nuevo con la controversia:
—Lo que pasa es que eres una intelectual, compita —dijo Juan mientras se acomodaba el cinturón, era flacucho y alto— ¿Crees que vamos a llegar a conclusiones por tus teorías abstractas? La vida no es así, hay cosas que nunca sabremos.
—Lo que sucede es que a ti no te interesa resolver el caso y siempre llegas tarde. ¿Sabes algo? Estoy acostumbrada a hacer el trabajo sola —respondió Emilia, estaba un poco molesta por las actitudes de Juan. Sus lentes se empañaron, no había ventilación en el lugar y tenía la cara roja como una manzana.
—Ya, ya, no seas tan mala conmigo. ¿Iremos a visitar otra vez a Martínez? El viejo no dirá nada. ¿Crees que no sabemos la verdad?
—No empieces a suponer lo que no conoces. Necesitamos evidencia.
—Ay, mujer, aquí todos sabemos que el viejo Martínez se cargó a don Gregorio, que en paz descanse. Era chido, me caía muy bien. Fue al bautizo de mi sobrina Carmelita y le llevó un montón de regalitos. La chamaca brincaba de emoción, la hubieras visto. Sin duda, era un tipo carismático.
—No estamos seguros de que él sea culpable. Martínez no asistió a la feria y tampoco sabemos dónde estaba cuando ocurrió el homicidio.
—Te falta callo para ver lo evidente, te lo digo como amigo.
—¿Qué piensas sobre la tragedia?
—Pues que tuvo muy mala suerte. Además, era un viejo mañoso y listo. Algunos rumores dicen que usó dispositivos para convencernos a todos de que él era el bueno. Me contaron que desde chiquitos nos implantaron a todos un chip. Luego nos hicieron descargar una app desde la que recibimos las notificaciones al celular cada vez que Gregorio subía propaganda. Ya sabes cómo funciona la política: ¡pura magia!
—¿Y tú crees eso?
—¿Qué cosa?
—Lo del chip.
—Tal vez. Era como si supiéramos que las elecciones sólo se trataba de un trámite más. ¿Me entiendes?
—¿A qué te refieres?
—Quiero decir que acá todo mundo ya sabía quién ganaría. Mis abuelos me hablaron de eso. Ellos ya conocían los resultados porque les parecía un déjà vu, como si ya lo hubieran vivido, pues. Mi papá me dijo lo mismo. En su cabeza, las elecciones ya habían pasado.
—¿También los alcaldes tienen insertado ese chip?
—No lo sé. Pero aquí cualquier cosa es posible. Algunas personas son muy devotas de figuras, sean de porcelana o de carne y hueso con chips implantados y no sé qué tantos artefactos más. Hace tiempo hubo un alcalde que modificó su vista a través de implantes oculares para tener visión de rayo láser. El estúpido se quedó ciego a los dos días. Le decíamos “la lacra de los ojos biónicos” —contestó Juan y comenzó a reírse. Emilia ya no estaba enojada con él. Le habían convencido las especulaciones de su compañero. Se percató de que no encontraría a otra persona dispuesta a escuchar sus teorías como lo hacía él. Limpió sus lentes y antes de salir decidió hacer la autopsia del cuerpo de García. Mientras tanto, Juan se preparó para dormir en una incómoda silla de oficina.
Emilia se dirigió a la clínica forense y se preparó para iniciar el análisis, pero, antes de iniciar la autopsia, tomó algunas huellas que servirían para dar con el paradero del homicida. Enviaría las evidencias a la Ciudad de México, no importaba el tiempo en que tardarían en llegar, ella estaba decidida a encontrar al culpable. Deseaba comprobar la teoría de su compañero. Comenzó a diseccionar el tórax Luego de registrar el peso de los órganos fue directo al cráneo. Primero hizo un corte en el lado izquierdo a unos cinco centímetros por encima de la oreja. Después, siguió cortando por la parte frontal hasta la oreja derecha. En el lóbulo occipital, halló un minúsculo cuadro metálico que reflejaba la luz de la lámpara, era el chip. Emilia guardó el artefacto y suturó los cortes. Limpió el lugar y, antes de marcharse, miró por última vez a don Gregorio con apariencia de Frankenstein. “¿Qué habrá sentido ese hombre en el último instante antes de morir?”, pensó mientras cubría aquel rostro inerte con una sábana blanca. Regresó a la oficina para informarle su descubrimiento a Juan. Del susto, él brincó de la silla y Emilia vio en sus ojos pequeños un brillo peculiar. Supo que estaba fascinado con el hallazgo. Se prepararon para salir. Iban a visitar una vez más la residencia de Martínez.
Al llegar, Emilia tuvo la sensación de haber sido enviada a vivir el futuro en un mundo lleno de sueños estropeados. Le pareció que los habitantes de aquel sitio estaban desamparados bajo intensas luces neón que alumbraban el camino pedrusco. La residencia de Martínez era amplia y tenía un hermoso jardín. Lograron entrar por la puerta principal, pues estaba abierta. No hallaron rastro de Julián ni de su familia. Sólo encontraron su camioneta. Ella se acercó al vehículo y vio que en el espejo retrovisor colgaba un escapulario del Santo Niño de Atocha, supuso que era la prueba faltante para revelar la identidad del culpable, aunque aún se sentía lejos de hallar la verdad…
Daniela Lomartti. (Ciudad de México, 1992). Maestra en Humanidades por la UAM – Iztapalapa. Es escritora, docente, tallerista y mediadora de lectura. Escribe narrativa y ensayos académicos. Es directora y editora de «Anapoyesis: Literatura, Arte y Cultura». Recientemente publicó su primer libro de cuentos «Cartografía de la imaginación», bajo el sello editorial de Ómicron Books, Ecuador, 2023.